Humíllense delante del Señor, y él los exaltará. Santiago 4:10 (NVI)
En nuestra noche de cita, mi esposo Art y yo compramos una tarjeta de cumpleaños para una amiga que no habíamos visto ni hablado en mucho tiempo.
Fue una decisión difícil porque esta amiga ya no estaba en mi vida. Durante una temporada en la que más la necesitaba, había estado extrañamente ausente. También había reclutado a otros para que hicieran lo mismo, y me dolió aún más.
Así que, en un lugar profundo, decidí que esta persona ya no tenía espacio en mi corazón, en mi calendario o en mi lista de tarjetas para enviar en las festividades.
Pero allí estábamos haciendo una excepción. Estaba haciendo espacio para ella, y no estaba del todo segura de por qué lo hacía.
Durante nuestra comida, juntos decidimos qué escribir adentro. Y entonces en algún momento, Art selló el sobre. Puse una estampilla en el sobre, y recuerdo que pensé, Wow... mírame. Soy la persona más madura aquí. Estoy segura de que voy bien con todo esto de la sanación.
Hasta que una hora después, leí un correo electrónico con una noticia frustrante que no tenía nada que ver con la persona a la que habíamos enviado la tarjeta. Me sentí agraviada. Y ese sentimiento de “ofensa” era como un imán que atraía a todos los demás sentimientos de ofensas no resueltas. Aunque la persona a la que le había enviado la tarjeta no tenía nada que ver con el correo electrónico inesperado, la emoción que sentía conectaba los dos eventos como uno solo.
Y por mucho que no quisiera admitirlo, la amargura estaba intensificando.
La amargura no es sólo un sentimiento. Es como el ácido líquido que se filtra en cada parte de nosotras y corrompe todo lo que toca. No sólo llega a lugares no sanados, sino que también carcome todo lo que está sano y saludable en nosotras. La amargura afecta todo a su paso. La amargura acerca de una cosa localizará la amargura que se esconde dentro de nosotras por encima de otras cosas. Siempre intensificará nuestras reacciones, distorsionará nuestra perspectiva y nos alejará cada vez más de la paz.
Esa noche, en lugar de hablar de cosas divertidas y positivas en nuestra cita, me puse a hablar de lo frustrante que es cuando la gente es mala e hiriente.
Art escuchó mi desahogo. Y luego me preguntó con calma, «Lysa, ¿estás enfadada porque no has visto pruebas de que Dios te defienda?»
Y ahí estaba.
Un momento de absoluta claridad. ¿Se trataba de Dios?
Tragué fuerte, y le respondí: «Sí, por eso estoy enfadada. No entiendo por qué Dios no ha mostrado a esta gente lo malo que fue hacer lo que hicieron y que tengan convicción por toda la devastación que causaron».
Entonces, Art preguntó: «¿Cómo sabes que no lo ha hecho?».
Negándome a que mi madurez espiritual perfeccionara mi respuesta, contesté sin pensar: «Porque nunca han vuelto a mí para reconocerlo o disculparse».
Art respondió con calma: «Y tal vez nunca lo hagan. Pero eso no es una prueba contra Dios. Eso sólo muestra dónde están en el proceso».
El proceso. Tienen un proceso. Y yo también tengo uno. Y creo que es hora de que yo avance en mi propio proceso.
Y al dejarlo asentar en mí, me he dado cuenta de que hay algo que debe añadirse a mi proceso: la humildad.
Santiago 4:10 dice, “Humíllense delante del Señor, y él los exaltará.” (NVI)
La humanidad se eleva y exige que se me declare que estoy en lo correcto. La humildad se inclina y se da cuenta de que sólo Dios tiene lo que realmente quiero.
Volver mi corazón hacia la amargura es alejarme de Dios. Así que me inclino, no porque quiera, sino porque lo necesito. Oré, «Suelto mi necesidad de que esto se sienta justo. Muéstrame lo que necesito aprender.»
Tengo la opción de seguir añadiendo mi ira y resentimiento a la ecuación, o puedo hacer la elección inusual de añadir mi propia humildad. Mi enojo y resentimiento demandan que todos los errores sean corregidos. También me mantiene en una posición sensible a la provocación emocional una y otra vez.
Sé que estoy atorada en el dolor cuando me provoca emocionalmente la mención de esa persona que fue la fuente del dolor. Sé que estoy sanando cuando se menciona su nombre y lo que pienso es una lección de vida, y con una mejor perspectiva, tomo mejores decisiones. Es todo un proceso... un proceso que tiene que empezar en algún lugar.
Sabía que debíamos enviar esa tarjeta de cumpleaños. Pero cuando la pusimos en el buzón, mis emociones aún no habían votado que sí. Y eso está bien.
En ocasiones, nuestras emociones son lo último que llega hasta donde hemos sanado. Al enviar la tarjeta, sentí que lo hacía mientras mis emociones estaban revueltas, pero tal vez estaba simplemente caminando en obediencia.
Esta tarjeta era parte del proceso de sanación.
No tengo que saber si alguna vez hará una diferencia en la vida de esa persona. Hizo una diferencia en la mía. Es parte de mi proceso de cooperación con Dios. Y es necesario. Y es bueno.
Dios, te entrego esta situación a Ti. Suelto mi necesidad de una disculpa. Suelto mi necesidad de que esto se sienta justo. Suelto todo lo que mi carne me pide para poder aceptar lo que Tú me enseñas en esta situación. Dame Tu paz en lugar de mi ira. En el Nombre de Jesús, Amén.
¡Una noticia emocionante! Proverbs 31 Ministries se ha asociado con Christianbook.com para ofrecer más recursos en español. Si quieres leer más sobre la sanidad de heridas pasadas, ve el libro de Sharon Jaynes, Tus Cicatrices Son Hermosas para Dios: Cómo encontrar paz y propósito en las heridas del pasado.
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© 2020 por Lysa TerKeurst. Todos los derechos reservados.
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