El que los llama es fiel, y por eso hará todo lo que ha dicho. 1 Tesalonicenses 5:24 (NBV)
Podría culpar a un tren del contratiempo, pero en realidad era una cuestión de confianza.
Cuando me metí en la fila de coches en la escuela y escaneé entre la escasa multitud de estudiantes, el rostro que buscaba no se encontraba. Busqué su mochila, su estuche de violín y sus ojos profundos y oscuros, pero tampoco los hallé.
Habíamos abierto nuestra casa a una joven que necesitaba un lugar estable donde quedarse, y día a día estábamos descubriendo cómo vivir juntos.
Durante el desayuno, le recordé nuestro plan: «Te recogeré frente a las puertas dobles después del colegio».
Mi letanía matutina me había parecido suficiente hasta que esa tarde me quedé atrapada en un cruce de ferrocarril de camino a la escuela. A medida que pasaban los minutos, me encontré deseando poder añadir una promesa a mi letanía matutina: «Pase lo que pase, siempre llegaré».
Esa era una verdad que mis propios hijos se saben de memoria porque me conocen a profundidad. Después de años de convivencia, han aprendido que mis promesas son fiables y que mis compromisos son verdaderos.
Pero la joven que había desaparecido, aún no lo sabía.
Entre lágrimas, contemplé las puertas dobles de la escuela vacía y me pregunté qué hacer. Finalmente, abandoné mi puesto y me dirigí a casa.
Cuando me detuve en un semáforo en rojo en un cruce cercano, me fijé en un grupo de niños en el paso de peatones. Y justo en medio de la multitud había una niña con una mochila negra al hombro y un estuche de violín en la mano.
Bajé la ventanilla y grité su nombre, agitando los brazos en un gesto salvaje. Ella me reconoció con una sonrisa tímida y se subió al asiento del copiloto con un suspiro.
«¿A dónde ibas?» pregunté, tratando de disimular el temblor de mi voz.
Se encogió de hombros. «Pensé que no ibas a venir».
Le conté lo del tren y me disculpé por mi retraso. Luego pronuncié las palabras que no había podido decir esa mañana. «Te prometo que siempre llegaré».
Y mientras nos dirigíamos a casa, tenía la esperanza de que un día, la joven que estaba a mi lado no sólo escuchara mis palabras, sino que también las creyera.
Creo que nuestro Padre celestial tiene la misma esperanza para ti y para mí.
Como hijas e hijos de Dios, se nos invita a tomarle la palabra; ése es el punto central de la fe.
Pero, aunque la fe sea sencilla, no siempre es fácil.
Creer en las promesas de Dios y anclar nuestra confianza en Su Verdad puede parecer arriesgado y vulnerable. Puede parecer fácil confiar en Dios para que llame a las estrellas cada noche, pero puede parecer abrumador confiar en Él con nuestras situaciones complicadas y nuestras expectativas personales.
Nos preguntamos si lo que Él dice es realmente cierto. Nos preocupa que nos decepcione si no lo cumple. El escepticismo y la autoprotección pueden avivar nuestras dudas y estrangular nuestra confianza.
Cuando me encuentro en ese lugar entre la fe y el miedo, recuerdo lo que aprendí de una chica que una vez desapareció. La confianza no crece en ausencia de incertidumbre, sino que se desarrolla en presencia de la intimidad.
Hicieron falta horas de convivencia, reír y hablar, escuchar y permanecer, antes de que la chica que vivía bajo mi techo me conociera lo suficiente como para confiar en mí. Pero a medida que se acostumbró a mi fidelidad, empezó a confiar en mi palabra.
Tal vez por eso, 1 Tesalonicenses 5:24 nos recuerda que las promesas de Dios son completamente fiables porque Él es completamente digno de confianza:
El que los llama es fiel, y por eso hará todo lo que ha dicho.
Nuestra confianza en la Palabra de Dios está arraigada en nuestra comprensión del carácter de Dios.
Así que, la próxima vez que tu confianza se pierda, no te preocupes por ahuyentar tus dudas. Elige en cambio, buscar a Dios. Dedica tiempo a conocerlo en las páginas de Su Palabra. Escucha Su voz. Presta atención a Su presencia.
A medida que lo hagas, creo que descubrirás que la fe audaz florece mejor en la tierra rica de la relación. Y cuanto más plenamente conozcamos el corazón de nuestro Padre, más plenamente confiaremos en Su Palabra.
Querido Jesús, en ocasiones me cuesta confiar en lo que dices, pero quiero poner mi fe en Tu Palabra. Por favor, revélame más de Tu corazón hoy. En el Nombre de Jesús, Amén.
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