«Ve en paz», le respondió Elí, «y que el Dios de Israel te conceda la petición que le has hecho». «Halle su sierva gracia ante sus ojos», le dijo ella. Entonces la mujer se puso en camino, comió y ya no estaba triste su semblante. 1 Samuel 1:17-18 (NBLA)
El sábado anterior al Día de la Madre, empecé a preparar a mi marido cuando le dije, «no quiero ir a la iglesia mañana». Con lágrimas en los ojos, me sentía deprimida.
Amablemente me escuchó y me habló de lo que estaba sintiendo. «¿De dónde viene esto?» me preguntó. No tenía una buena respuesta para él.
El hecho de que mi marido y yo no tengamos hijos nunca me ha abrumado. Sin embargo, en los últimos años, el Día de la Madre se ha vuelto cada vez más difícil. Empezó cuando mis sobrinos pequeños me dieron una tarjeta para el Día de la Madre en la iglesia. Inmediatamente me puse a llorar en el vestíbulo. Desde entonces, me he vuelto más consciente de lo sensible que soy con respecto a esta festividad.
El no ir a la iglesia, me evitaría las lágrimas en la medida posible. Al menos, no quería que otras personas me vieran llorar como una Magdalena. Sólo quería estar sola.
Cuando terminé de hablar con mi marido, decidí salir a caminar. Activé la reproducción aleatoria en mi aplicación de música e inmediatamente escuché la letra de una alabanza:
“Mis armas son amor y adoración. Así peleo mis batallas …”.
Sentí que Dios agitaba mi corazón con estas palabras. ¿Estaba luchando mi batalla, o me estaba aislando? Aunque a veces la soledad puede ser sanadora, en mi caso me di cuenta de que quería huir de la casa de Dios para esconderme, no para sanar. En realidad, la iglesia era exactamente donde necesitaba estar… rodeada del pueblo de Dios en un ambiente saturado de Su presencia.
En 1 Samuel 1, hay una historia de una mujer estéril llamada Ana. Su situación era especialmente difícil debido a una competencia entre esposas. “Cada año, cuando iban a la casa del SEÑOR, sucedía lo mismo: Penina la atormentaba, hasta que Ana se ponía a llorar y ni comer quería” (1 Samuel 1:7, NVI).
Año tras año... drama y angustia. Ir al templo le recordaba lo que no tenía.
Ana no permitió que eso la detuviera. Fue a la casa de Dios y llevó su dolor a Aquel que podía hacer algo al respecto.
Desahogó su alma ante el Señor y se lo dijo a Elí, el sacerdote: …Hasta ahora he estado orando a causa de mi gran congoja y aflicción». «Ve en paz», le respondió Elí, «y que el Dios de Israel te conceda la petición que le has hecho». «Halle su sierva gracia ante sus ojos», le dijo ella. Entonces la mujer se puso en camino, comió y ya no estaba triste su semblante (1 Samuel 1:16b-18, NBLA).
En ese momento, nada de su situación había cambiado, pero algo en Ana sí cambió.
No sé qué está pasando en tu vida que te hace decir como yo: «no quiero ir a la iglesia». Tal vez es un día de fiesta que de manera dolorosa te recuerda lo que no tienes… o tal vez hay personas en la iglesia que te han hecho daño… o tal vez es todo lo contrario… te parece que nadie en la iglesia te conozca en lo absoluto.
Quiero animarte a que vayas a la casa del Señor. Colócate en posición de recibir de tu Padre Celestial y de los santos que te rodean. Ambos pueden ser un bálsamo sanador para nuestras almas si estamos abiertas a ello.
Te diré que le doy gracias a Dios de que fui a la iglesia ese día. Adoré y oré. Escuché una enseñanza maravillosa de un pastor que estaba sufriendo una pérdida personal. Después disfruté de la comunión con amigos y familiares. Celebramos con nuestras madres. Fue un gran día. Mi situación no había cambiado, pero algo cambió en mí. ¿Significa esto que nunca más lucharé con estos sentimientos? No. Pero oro que siempre pueda recordar lo que aprendí ese fin de semana: “Me alegré cuando me dijeron: «Vayamos a la casa del SEÑOR»” (Salmo 122:1, NTV).
Querido Padre celestial, ayúdame a acudir siempre a Ti en primer lugar cuando los tiempos son difíciles. Estoy agradecida por la paz y el consuelo que Tú me brindas. En el Nombre de Jesús, Amén.
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