Cuando Moisés descendió del monte Sinaí, traía en sus manos las dos tablas del pacto. Pero no sabía que, por haberle hablado el SEÑOR, de su rostro salía un haz de luz. Éxodo 34:29 (NVI)
Odiaba admitirlo, pero mi huésped me ponía de malas. Una vieja amiga había tenido la gentileza de atravesar el país para visitarme. Pero cuando las diferencias de personalidad, estilos de crianza y preferencias se hicieron evidentes a lo largo de su estadía, me encontré de un humor amargo que no podía quitarme de encima.
Aunque valoro la hospitalidad y a mi amiga, me sentía cansada e incapaz de generar calidez. Fingir no era una opción.
Gracias a Dios, el domingo no tardó en llegar y me dio la oportunidad de ir a la iglesia con mi amiga. Sumergida en la Palabra de Dios, me empapé de las palabras de Pablo en 2 Corintios 2:14-17 sobre cómo debemos ser el aroma agradable de Cristo. También leí sobre Moisés en el libro del Éxodo; después de encontrarse con Dios en la montaña, Moisés brillaba tanto con la luz de Dios que aquellos con los que se encontraba podían ver la luz que emanaba de él.
Cuando Moisés descendió del monte Sinaí, traía en sus manos las dos tablas del pacto. Pero no sabía que, por haberle hablado el SEÑOR, de su rostro salía un haz de luz (Éxodo 34:29).
Yo también deseaba ardientemente irradiar luz a los que me rodeaban, pero estaba penosamente claro que no podía producir esa luz por mí misma.
Entonces Dios me hizo comprender algo muy liberador: la luz de Moisés no vino de Moisés. Venía del Señor.
Mi corazón se animó al pensar que, después de todo, tal vez no tenía que ser más amable, gentil, o perdonar con más facilidad sino que, con sólo sentarme en la presencia de Dios, podía absorber Su naturaleza amorosa. Si Moisés resplandecía con la gloria del Señor después de recibir la ley, ¿cuánto más podríamos nosotras, como partícipes de la nueva alianza de gracia, irradiar el resplandor del Señor cuando Su Espíritu descansa en nosotras?
Aquella mañana, mientras disfrutaba de la luz del Señor, reuniéndome con Él en una “montaña” que semejaba una banca, mi corazón cambió. Después del servicio religioso, me disculpé con mi amiga por mi disposición inexplicable y sombría que había dominado gran parte de nuestro tiempo juntas. Ella me extendió gracia y yo sonreí verdaderamente mientras pasamos el día caminando juntas. Sin ninguna duda sabía que lo que había hecho que mi estado de ánimo mejorara había sido el entrar en la luz de la presencia de Dios.
Puede que a ti también te cueste gestionar emociones o relaciones turbulentas. Si es así, hoy te tengo buenas noticias: ¡no tienes que generar luz por ti misma! Tu tarea no es fabricar bondad para Dios, sino ser receptora y portadora de Su bondad. Él mismo es la luz, y te está invitando a entrar.
Enciende la música de alabanza, abre tu Biblia o susurra una oración a Aquel que ve tu corazón y sabe cómo reanimarlo. Descansa un rato en el cálido resplandor de Quien es fuente de la luz. Pronto brillarás.
Querido Dios, gracias por iluminar mi vida con Tu luz. Por favor, llena mi corazón con Tu amor para que pueda compartirlo generosamente con quienes me rodean. En el Nombre de Jesús, Amén.
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