Oh Dios, tú eres mi Dios; de todo corazón te busco. Mi alma tiene sed de ti; todo mi cuerpo te anhela en esta tierra reseca y agotada donde no hay agua. Salmo 63:1 (NTV)
Planté el jardín de mi patio el fin de semana pasado con una mezcla extraña de emoción y duda. A las plantas del año pasado no les fue bien.
Entre insectos problemáticos, arbustos de tomate de aspecto enfermizo y poca o ninguna producción de hortalizas, ya para agosto estaba harta de todo. Dejé que las plantas se marchitaran y estuve tentada de abandonar por completo la jardinería.
Pero los meses de invierno parecieron borrar algunos de esos recuerdos. A medida que abril avanzaba poco a poco hacia mayo y la hierba se volvía verde gradualmente, me dolían los dedos por estar en la tierra. Comencé a soñar una vez más con ensaladas caprese frescas y salsa casera con productos cultivados en mi pequeño terreno.
Así que me arriesgué. Me dejé llevar por el anhelo que crecía dentro de mí con la dulzura de la esperanza.
En muchas formas, estoy aprendiendo a hacer lo mismo con las relaciones interpersonales.
Creo que el pertenecer se parece mucho a la jardinería. Cultivamos y cuidamos la tierra lo mejor que podemos. Aprendemos lo que necesita el suelo y cómo reacciona. Nutrimos cada hoja y cada vid.
Pero aún así, hay elementos fuera de nuestro control. Podemos hacer todo lo correcto para fomentar la comunidad y la conexión, pero a veces aun así nos quedamos heridas o cansadas, solas “en esta tierra reseca y agotada donde no hay agua” (Salmo 63:1).
Sin embargo, el anhelo persiste. Nuestro deseo por conectar es innato, aún cuando queremos abandonarlo por completo. En estos momentos, me doy cuenta que nuestro anhelo por pertenecer es suficiente para mantener viva la esperanza. Es suficiente saber que nuestra sed por conexión es buena y eterna, y como escribe mi amiga Charlotte Donlon, nuestra soledad nos está remitiendo a nosotras mismas, a los demás y a lo Divino.
Puede que necesitemos tiempo para que el terreno se asiente y espacio para cuidar nuestras almas antes de extender la mano y volver a intentarlo. Quizás necesitemos volver a familiarizarnos con la bienvenida que ya existe dentro de nosotras, la imagen de Dios plegada en nuestra médula y nuestra piel (Génesis 1:27).
Sabiendo que el deseo de pertenecer no significa que tenemos carencia sino que es un hermoso anhelo, podemos mirar hacia arriba con esperanza. Podemos hundir nuestros dedos en la vida que nos ha sido dada y buscar a Dios “en la tierra de los vivientes”, confiadas en que experimentaremos Su bondad entre nosotras una vez más (Salmo 27:13, NBLA).
Dios, ayúdame a ver mi deseo de pertenecer como una invitación al bien, una esperanza comunitaria que Tú implantaste en mí desde el principio, para que incluso cuando me sienta sola y el suelo bajo mis pies esté agrietado y seco, pueda sentir Tu bienvenida dentro de mí. Deja que el dolor me mueva hacia los demás mientras encontramos nuestro hogar en Ti. En el Nombre de Jesús, Amén.
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Salmo 38:9, Ante ti, Señor, están todos mis deseos; no te son un secreto mis suspiros. (NVI)
¿Cómo cambia tu postura hacia ti misma, hacia Dios o hacia los demás cuando sabes que tu anhelo es conocido por Dios y tiene el propósito de conducirte hacia el bien?
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